Lee uno de los 10 microcuentos que quedaron  como finalistas en nuestro concurso.

No recuerdo la primera vez que perseguí una pelota, la primera vez que intenté dominarla o la primera vez que intenté quitársela de los pies a alguien.

Sí recuerdo cuando, a los 14 años, mi mamá me dijo que yo no podía jugar fútbol, porque es un deporte brusco, poco estético y de hombres. Obediente, todos los miércoles después de mi entrenamiento de atletismo, pasaba por las canchas de mi colegio para ver cómo entrenaba el equipo femenino. Aguanté dos años, no más. A los 16, entrando en una etapa de rebeldía tardía, decidí entrar al equipo.

Sabía que tenía la velocidad y la fuerza para ser un aporte en el equipo. No fue así, no fui un aporte y era bastante mala, pero me enamoré de este deporte. Desde ese año no he parado de perseguir pelotas, intentar dominarla o intentar quitársela de los pies a alguien.

Pasaron varios años, mi mamá aún no podía entender mi gusto por un deporte “tan feo”. Así llegó el 2018, Copa América, y el momento histórico de la Roja que ya todos conocemos. Ese día histórico mi mamá estaba viendo las noticias, bloque deportivo. Me llama para que vea las imágenes del partido con ella (imágenes que yo ya me sabía de memoria, pero me senté con ella). En ese momento me mira y me dice: “Gracias por haber jugado fútbol, a pesar de las tonteras que siempre te he dicho. Que bueno que no me hiciste caso, porque yo estaba equivocada”.

Desde ese día, es mismo día, su actitud cambió completamente. Me pregunta por mis partidos, por las ligas, por mi forma de juego y por mi equipo. Y esa navidad, para demostrar que su arrepentimiento era real, me regaló por primera vez zapatillas de fútbol.